miércoles, 2 de mayo de 2012

¿Donde estás, Señor?

Suelo, en medio del silencio preguntarle:
-¿Dónde estás, Señor?
Y me parece que responde: 
-Aquí, a tu lado, donde siempre he estado.
Estoy por cumplir 55 años. Miro a mi alrededor, pero no veo el mundo, ni a las personas, ni los edificios, ni las calles o los autos. Veo a Dios. Y a través de Él, veo el mundo, a las personas, la naturaleza.
Reconozco que Dios siempre ha estado presente en mi vida, aunque no siempre lo comprendí.

En dos ocasiones me he percatado de su presencia. La primera fue una enseñanza, como las que Él suele dar en su pedagogía.  Recuerdo que iba a Misa y afuera de la Iglesia se encontraban algunas personas de las que suelen pedir limosnas.  Una de ellas me reconoció y se sentó a mi lado.  Me incomodé y no supe qué hacer.  Sentí deseos de cambiar de banca pero me quedé donde estaba.  Luego de la comunión saqué mi librito de oraciones y le dije al Señor: “¿Qué puedo hacer por ti?”.  Escuché una respuesta certera en el corazón. “Me tienes a tu lado. ¿Qué harás por mí?” Miré aquél hombre enfermo que dormía en las calles y comprendí mi grave error. Recordé entonces este versículo de la Biblia:
“Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (!Jn 4, 20)
La segunda vez fue diferente. Conducía el auto y de pronto advertí una ternura inmensa que me inundaba. No sabía qué ocurría. Rebasaba mis fuerzas. Era tanta que me llenó el alma con un sentimiento inesperado y empezó a brotar de mí el deseo de abrazar al pobre, al necesitado, a todos. Fue una experiencia arrolladora que no comprendí. “¿Qué es esto?”,  me preguntaba.
No quería que terminara, ni deseaba pensar en nada más.  Dios se había apoderado de mí. Y no deseaba que se fuera. Me habría gustado ir a una montaña, sentarme sobre una piedra a la distancia y quedarme en silencio, sumergido en aquél abrazo paternal.
Pasé varias semanas tratando de comprender, pensado qué había hecho para merecer esta gracia. Quería repetirla y no podía.
Tiempo después de la misma forma inesperada volvió a ocurrir. Esta vez sabía lo que era: Dios que pasa y va transformando todo con su Amor.
En esos momentos infinitos comprendí muchas cosas: la gratuidad de Dios, su amor inmenso por nosotros sus hijos, su deseo como Padre que confiemos y  lo amemos. Que amemos a nuestros semejantes, que lo reflejemos en los más necesitados de una palabra, una sonrisa, un gesto tierno, una voz de aliento.
Aquellas experiencias me marcaron de por vida.
Dios, que es amor, deseaba nuestro amor.
No siempre he logrado comprender a Dios, pero siempre lo he sabido a mi lado.
Todavía suelo preguntarle:
- ¿Dónde estás, Señor?

Y Él sigue respondiendo: 
- Aquí, a tu lado, donde siempre he estado.

 Testimonio de Claudio de Castro
EFEB8QB85GKZ 

1 comentario:

Anónimo dijo...

Las dos experiencias son impresionantes, y aunque extraordinarias no por eso increibles. La paternidad de Dios hace posible gratuitamente acercarnos a Él cuando en su infinito amor somos capaces de decir SI de corazón abierto cuando se nos manifiesta. Siempre está, aunque no lo veamos, siempre está.