¡Éste
es el día que el Señor ha hecho para nosotros! El día de un gran
testimonio y de un gran reto. El día de la gran respuesta de Dios a los
continuos interrogantes del hombre...
Ha
sido inmolada nuestra victima pascual: Cristo (1Cor 5,7). Pascua, esto
es, paso: paso de Dios a través de la historia del hombre.
¿Estamos
dispuestos a resucitar constantemente de entre los muertos a la vida
que está escondida con Cristo en Dios? ¿Estamos dispuestos a buscar la
plenitud de “nuestra” vida en Cristo crucificado y resucitado?
Cristo
resucitó en un determinado momento de la historia, pero aún espera
resucitar en la historia de innumerables hombres, en la historia de los
individuos y en la de los pueblos.
Esta
es una resurrección que supone la cooperación del hombre, de todos los
hombres. Pero es una resurrección en la cual se manifiesta siempre una
oleada de esa vida que surgió del sepulcro una mañana de Pascua hace ya
tantos siglos.
Dondequiera
que un corazón, superando el egoísmo, la violencia y el odio, se
inclina con un gesto de amor hacia el necesitado, allí Cristo resucita
hoy de nuevo.
Dondequiera
que en empeño operante por la justicia emerja una verdadera voluntad de
paz, allí retrocede la muerte y se consolida la vida de Cristo.
Dondequiera
que muera quien ha vivido creyendo, amando y sufriendo, allí la
resurrección de Cristo celebra su victoria definitiva.
La
última palabra de Dios sobre las vicisitudes humanas no es la muerte,
sino la vida; no es la desesperación, sino la esperanza.
La
Iglesia invita a esta esperanza también a los hombres de hoy. A ellos
les repite el anuncio increíble y, no obstante, verdadero:
¡Cristo ha resucitado! ¡Que todo el mundo resucite con él! ¡Aleluya!
Beato Juan Pablo II
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