miércoles, 19 de junio de 2013

Aquellas sábanas blancas

El color preferido de Nacho era, son ninguna duda. Casi desde que nació le empezó a gustar y, ahora, con siete años, volvía loca a su madre pidiéndole todo del mismo color: pantalones, camisetas, jerséis, abrigos, vasos, estuches... hasta su cepillo de dientes era blanco. Sabía que su madre no tenía mucho dinero, pero él se conformaba con cualquier cosa con tal de que fuera blanca. Adoraba el invierno y, cuando nevaba, Nacho era otro. Los contados días al año que eso ocurría, salía de casa embalado y se iba con sus amigos del barrio a jugar durante horas. Se olvidaba hasta de merendar. Pero lo que más impresionaba de Nacho era su habitación: la tenía repleta de cosas blancas. Sus cortinas, su armario, su alfombra... todo del mismo color. Entre todas esas cosas destacaba una que era su favorita y que no estaba dispuesto a cambiar por nada: sus sábanas. Ya sabemos todos que no eran rojas, precisamente. Cuando llegaba la noche era el momento que más le gustaba, con diferencia. Se sentía protegido cuando se metía en su cama e imaginaba que, allí dentro, nadie le podía hacer nada: era imposible, sus sábanas eran blindadas. Y, así, mientras empezaba a soñar, se quedaba plácidamente dormido rodeado de blanco por todos los lados.

Pero un día, su madre le puso unas sábanas distintas a las habituales: ¡eran azules! Cuando Nacho se dio cuenta no entendió nada y fue corriendo a preguntar a su madre:
-Oye, mamá, ¿por qué me has quitado mis sábanas blancas?

Donde vivían se había iniciado, hacía poco tiempo, una protesta de todos los vecinos debido a la intención de una organización de construir una casa o... una especie de centro para mendigos, indomiciliados y todo ese tipo de gente, muy cerca de allí. Por supuesto, aquello no se podía permitir. En el barrio no estaban de acuerdo con aquella decisión y empezaron a hacer todo lo posible para impedirlo: hojas explicativas en los portales, reuniones, manifestaciones... Pero la forma de protesta más difundida fue la de exhibir sábanas en los balcones, como señal de rechazo ante el levantamiento de esa especie de centro o sucursal del infierno que haría que el barrio se convirtiera en uno de los peores de la ciudad. Y... claro, las sábanas tenían que ser de color blanco, símbolo de la solidaridad por excelencia...

Entonces, cuando Nacho preguntó aquello a su madre, ella le contestó para que lo entendiera:
-Hijo, es que van a venir unos señores malos y como nadie quiere que vengan, hemos pensado echarlos enseñando muchas, muchísimas, sábanas blancas.

A él no le convencía demasiado la idea. Le habían quitado sus sábanas blancas y encima no sabía quiénes eran esos señores tan malos. Pero bueno, salió al balcón de su casa y vio que allí estaban colgadas las suyas y que infinidad de ellas más ocupaban el edificio de enfrente y todos los de la calle. Pensó que serían cosas de los mayores, aunque a él no le pareció muy bien. Se tuvo que aguantar y dormir un montón de noches sin su protección.

Con el tiempo a Nacho se le olvidó por completo todo esto y, naturalmente, creció. Creció muy deprisa y pronto dejó de ser un niño. No le iba bien en el instituto, entre otras cosas porque no iba mucho y, la verdad, su madre no estaba muy contenta con él, por las notas y por las compañías. No sólo dejó de ir a clase sino que, también, cada vez pasaba menos por su casa y, cuando aparecía, su madre, con lágrimas en los ojos, aprovechaba para preguntarle dónde había estado todo el tiempo. Él siempre respondía de la misma forma: "Por ahí". Pero ella ya sabía lo que pasaba porque era madre y, además, se lo habían comentado más de una... y de dos personas. A Nacho le seguía gustando mucho el blanco, pero parece ser que ahora en forma de polvos. En cuanto a las jeringuillas le daba igual, podían ser de cualquier color. Eso sí, necesitaba su dosis de lo que fuera y tenía que hacer lo preciso para conseguirla. Se acostumbró a vivir en la calle y sus visitas a casa eran cada vez más esporádicas, hasta que llegó un momento en el que dejó de ir totalmente. Ahora la calle era su hogar. No vio a su madre durante muchos meses.

Un día, encontraron a Nacho tirado en las afueras de la ciudad. La ambulancia fue a recogerlo y, después de pasar por urgencias, le llevaron a una casa o... una especie de centro para mendigos, indomiciliados y todo ese tipo de gente, que había muy cerca de donde él vivía antes. Estuvo varios días en la cama y perdió la noción del tiempo.

Lo primero que vio la mañana que despertó, nada más abrir los ojos, fue algo que entumeció su mente y despertó su memoria, casi al instante y de una forma exageradamente real: una sábana blanca se secaba agitada por el viento en un balcón del edificio que se veía por la ventana del cuarto en el que estaba. Por un momento pensó que tenía siete años y que estaba en el balcón de su casa viendo una de las sábanas que la gente había puesto para echar a los señores malos. Pero, inmediatamente, supo que no. Ahora él era uno de aquellos señores que hacía tiempo le había dicho su madre. Justo cuando todos esos pensamientos ocupaban su mente, una chica joven, que Nacho no conocía de nada, entró en el cuarto. Ella le explicó todo lo que había pasado desde que se quedó inconsciente. Llevaba allí bastantes horas y estaban esperando que despertara.

Cuando Nacho salió del cuarto y vio dónde estaba pensó ir a casa. Tenía algo importante que hacer y, por eso, fue. Como hacía tanto tiempo que su madre y él no se veían, nada más abrirle la puerta, ella se echó a sus brazos sollozando, mientras exclamaba: "¡¡Hijo mío...!!". En cuanto pudo, Nacho fue a su habitación y se puso a revolver en el armario hasta que encontró lo que buscaba. Allí estaban... sus antiguas sábanas blancas, tan blancas como siempre, su protección. Aquellas sábanas blancas, su protección, que su madre un día le quitó para siempre. Aquellas sábanas blancas, su protección, que su madre le quitó un día para protestar con todos, para echar a los que estorbaban, a los que eran como ahora era él. Las extendió en el suelo de la habitación y, después, las cortó en múltiples trozos cuadrados que, cuidadosamente, fue colocando uno encima de otro. Cuando terminó, cogió todos los recortes de sábana y fue a la cocina, donde estaba su madre todavía llorando, y le dijo:
-Toma, mamá, todos estos pañuelos son para ti.

(Extraído del libro "Cientos de cuentos. Parábolas para todos", de Fco. Cerro Chaves, Daniel Botrán y Roberto Manzano; ed. Monte Carmelo)

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