Un hombre decidió hacer del tiempo de Adviento su propio
camino físico además de espiritual y emprendió un viaje. Llegó a una tierra en
la que quedó maravillado de la belleza de los campos, los arroyos, la luz del
sol sobre el paisaje. Habiendo avanzado por allí vio una población. Comenzó a
distinguir las casitas del pueblo, sencillas, coloridas y con las puertas
abiertas de par en par.
Para su sorpresa, de una de ellas salieron tres hermanitos
que le recibieron llenos de alegría en su casa. El viajero se hospedó en casa
de esta familia, de la que aprendió a hornear el pan, trabajar la tierra,
ordeñar las vacas… Había una cosa que le llamaba especialmente la atención de
la rutina familiar: en ocasiones, tanto el padre como la madre o los hijitos se
acercaban a una pequeña mesa en la que habían colocado las figuras de la Virgen
María, san José, una mula y un buey, y con delicadeza colocaban un trocito de
paja entre María y José. Así, cuando la Navidad se aproximaba, el colchoncito
de paja iba aumentando y haciéndose más mullido.
Cuando le llegó al viajero el momento de partir, la familia
le dio pan recién horneado y leche, lo abrazaron y se despidieron de él. Saliendo
por la puerta, preguntó:
-¿Por qué ibais dejando esas pajitas a los pies de María y José?
Ellos sonrieron y el niño más pequeño le contestó:
-Cada vez que hacemos algo con amor, buscamos una
pajita y la llevamos al pesebre, preparándolo para que cuando llegue Jesús,
María tenga un lugar para recostarlo. Si amamos poco, el colchón será pobre,
delgado y frío, pero si amamos mucho tendrá un lugar cálido y bueno para estar.
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