Había un hombre buenísimo, pero muy desgraciado. Cuanto emprendía le
salía mal, y mientras con más fervor le rogaba a Dios todos los días
cuando iba a misa para el logro de sus peticiones, más adversa le era la
fortuna. Su mujer, y después sus hijos, enfermaron; rogó al Señor con
sumo fervor los sanara, y se murieron; tuvo un pleito, del que pendía
toda su fortuna; pidió al Señor con angustia el ganarlo, y lo perdió.
Pero lejos de agriarse ni que decayese su devoción, se dijo:
-Está visto que el Señor no quiere que yo le pida nada; cúmplase su santa voluntad; no volveré a pedirle nada de cosas terrenas.
Y así fue, porque siempre que acababa de oír misa, se postraba ante la
imagen del Señor a adorarle, sin decir más que «¡Señor, aquí está
Juan!». Así siguió mientras duró su santa y desgraciada vida, repitiendo
todos los días, postrado ante el altar: «¡Señor, aquí está Juan!».
Murió tranquilamente, y al llegar su alma al cielo repitió su humilde jaculatoria : «¡Señor, aquí está Juan!». Y al momento las puertas se abrieron de par en par.
Fernán Caballero
2 comentarios:
publica más entradas que esta ya cheira.
Estimado "Anónimo", gracias por tu opinión, clave en la contribución a la mejora de este espacio. Además, aceptamos colaboraciones.
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