Había una vez en un pequeño pueblo una ancianita que jamás hablaba de mal de nadie.
Un día murió un hombre conocido por todos por sus defectos: era holgazán, se emborrachaba frecuentemente y robaba; además, pegaba a su mujer y a sus hijos pequeños... ¡una calamidad de hombre, un estorbo para los demás!
El día en que murió la viejecita llegó a la sala del tanatorio donde velaban al difunto. Todos los que estaban allí pensaron: "Seguro que de éste no dice nada bueno". La ancianita se quedó un momento callada, como pensando, y dijo al fin:
- Silbaba muy bien... Por las mañanas daba gusto oírle cuando pasaba por debajo de mi ventana. Lo echaré de menos.
Un día murió un hombre conocido por todos por sus defectos: era holgazán, se emborrachaba frecuentemente y robaba; además, pegaba a su mujer y a sus hijos pequeños... ¡una calamidad de hombre, un estorbo para los demás!
El día en que murió la viejecita llegó a la sala del tanatorio donde velaban al difunto. Todos los que estaban allí pensaron: "Seguro que de éste no dice nada bueno". La ancianita se quedó un momento callada, como pensando, y dijo al fin:
- Silbaba muy bien... Por las mañanas daba gusto oírle cuando pasaba por debajo de mi ventana. Lo echaré de menos.
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