lunes, 27 de septiembre de 2010

El hombre de la Iglesia

Una vez un sacerdote estaba dando un recorrido por la Iglesia al mediodía... Al pasar por el altar decidió quedarse para ver quién había venido a rezar. En ese momento se abrió la puerta, y el sacerdote frunció el entrcejo al ver a un hombre acercándose por el pasillo; el hombre estaba sin afeitarse desde hacía varios días, vestía una camisa rasgada, tenía un abrigo gastado cuyos bordes bordes habían comenzado a deshilacharse. El hombre se arrodilló, inclinó la cabeza y se fue.

Durante los días siguientes, el mismo hombre, siempre a mediodía, entraba en la Iglesia cargando una maleta, se arrodillaba brevemente y luego volvía a salir. El sacerdote, un poco temeroso, comenzó a sospechar que se tratase de algún ladrón, por lo que un día se puso en la puerta de la Iglesia y cuando el hombre se disponía a salir, le preguntó:
- ¿Qué hace aquí?

El hombre dijo que trabajaba cerca y que sólo tenía media hora libre para comer y aprovechaba ese momento para rezar:
- Sólo me quedo unos instantes, ¿sabe? Aún debo regresar a la fábrica, así que me arrodillo y digo: "Señor, sólo vine nuevamente para contarte cuán feliz me haces cuando me liberas de mis pecados... No sé muy bien rezar, pero pienso en Ti todos los días..."

El sacerdote, sintiéndose un tonto, le dijo que estaba bien y que era bienvenido a la Iglesia cuando quisiera. Cuando el hombre se marchó, él se arrodilló ante el altar, y, con el corazón derretido de amor a Cristo y con lágrimas en los ojos, repitió la plegaria de aquel hombre: "Señor, sólo vine para decirte cuán feliz fui desde que te encontré y me liberaste de mis pecados... No sé muy bien cómo rezar, pero pienso en Ti todos los días..."

Pasó un mes, y el sacerdote notó que el hombre no había veindo durante varios dias. Fue a preguntar por él a la fábrica, y le dijeron que estaba enfermo en el hospital. Durante la semana que estuvo en el hospital, sonreía todo el tiempo y su alegría era contagiosa. La jefa de las enfermeras no lo podía entender, porque el paciente nunca había recibido ni visitas, ni flores, ni tarjetas. El sacerdote se acercó a la habitación donde estaba, y la enfermera le confió:
- Ningún amigo ha venido a visitarlo, él no tiene a quién recurrir.

- La enfermera está equivocada- replicó el con una sonrisa, habiéndola oído-. Ella no sabe que desde que llegué, todos los días, a mediodía, un querido amigo mío viene, me toma de las manos, se inclina hacia mí y me dice: "Sólo vine para decirte cuán feliz fui desde que encontré tu amistad y tre liberé de tus pecados. Siempre me gustó oír tus plegarias, pienso en ti cada día..."

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