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martes, 11 de junio de 2013

Nuestra alegría

La alegría debe ser uno de los ejes dominantes de nuestra vida. Una religiosa es como el sol en una comunidad. La alegría es el signo de una personalidad generosa. A veces es también un manto que encubre una vida de sacrificio y de generosidad. Una persona que tiene este don alcanza a menudo altas cimas.

Hagamos que quienes sufren hallen en nosotros ángeles de consuelo. ¿Por qué el trabajo entre las chabolas ha sido bendecido por Dios? No es ciertamente en consideración de determinadas cualidades personales, sino a causa de la alegría que las hermanas reparten a su paso.

La gente del mundo carece de nuestra alegría. Menos aún la poseen quienes viven en las chabolas. Nuestra alegría es el mejor medio para predicar el cristianismo a los paganos.

Vinieron algunas personas a Calcuta y antes de regresar a sus puntos de origen me pidieron que les dijese algo que pudiera servirles para vivir sus vidas de manera más provechosa. Les contesté: 
-Sonríanse ustedes mismos unos a otros, sonrían a sus esposas, a sus maridos, a sus hijos, a todos, sin mirar de quién se trata. Que en cada uno pueda crecer día a día el amor recíproco hacia los demás. 

Llegados a este punto, uno de los presentes me preguntó:
-¿Está usted casada...? 

Contesté: 
-Sí, a veces me cuesta sonreírle a Jesús, es verdad; a veces Jesús puede llegar a pedir mucho, pero es en tales ocasiones, cuando Jesús nos pide más, cuando nuestra sonrisa resulta más hermosa. Esto es en realidad lo que Jesús nos pide que hagamos: que nos amemos unos a otros, una y otra vez, como el Padre lo amó a Él. Y ¿cómo amó el Padre a Cristo? Mediante el sacrificio: entregándolo a la muerte por nuestra salvación.

Si queremos de veras conquistar al mundo, no podremos con bombas ni con armas de destrucción. Conquistemos el mundo con nuestro amor. Entretejamos nuestra vida con eslabones de sacrificio y de amor y nos resultará posible conquistar el mundo.

Beata Madre Teresa de Calcuta

jueves, 15 de diciembre de 2011

Una comida casera

Cierto día salí del trabajo a mediodía y me encontré con que habían cortado algunas calles.
“Cuánto desearía una comida casera...”, pensé, aun sabiendo que no podría llegar a casa para el almuerzo,  y regresé al trabajo. En el camino hallé una monjita franciscana, que esperaba un taxi.
Su convento quedaba justo detrás de mi trabajo y me ofrecí a llevarla. Gustosa aceptó. Me preguntó por mi familia y el trabajo. Le conté que iba a comprar comida rápida, porque las calles estaban cerradas y no podía llegar a casa. 
- ¿Y por qué no viene al convento y almuerza con nosotras? - me dijo con una amplia sonrisa

- ¿De verdad? - pregunté sorprendido 

- Por supuesto - contestó

Y allí  fui, rodeado de esas dulces monjitas, saboreando una deliciosa comida casera… ¡Justo lo que deseé! Pensé en la bondad de Dios que a todos nos consiente, le pidamos o no.

Claudio de Castro