Paso mis
días buscando… al amparo de Dios.
Muchas
veces desconozco el camino y no sé qué hacer. Es como si una venda cubriera mis
ojos. Entonces recuerdo estas palabras de Jesús, que me aclaran el panorama: “Yo
soy el Camino, la Verdad y la Vida”. Y todo vuelve a tener sentido.
Descubro
que Él es el mejor camino que puedo tomar. Y empiezo a transitarlo confiado.
Paso mis
días en familia, viendo crecer a mis hijos, descubriendo el mundo que los
rodea, escribiendo, armando nuevos libros, tratando de hacer las cosas bien.
Hace mucho
decidí dejar de preguntarlo todo, de cuestionarme, de analizar el por qué de
las cosas. Sencillamente confío. Confío con la ingenuidad de un niño que va de
la mano de su padre.
A menudo me
cuesta, porque como todos, enfrento dificultades.
Paso mis
días tratando de encontrar a Dios. Y todo el tiempo lo he tenido en mí. Y yo he
estado en Él. Pero a veces somos tan ciegos que no vemos lo evidente. Somos
templos de Dios. Yo, tú, aquél.
Es lo que descubrió
san Agustín después de una larga búsqueda. Que Dios siempre estuvo con él… sólo
que Agustín no podía verlo, ni experimentarlo, si sentirlo. Y un buen día pasó. Dios estaba allí, tangible, verdadero, vivo,
reconocible.
Es el Dios
que he encontrado. Un Dios que también es mi Padre. Y nos ama. Un Dios tierno y
bueno.
Hace algún
tiempo acompañé a un amigo que repartiría la santa Comunión en un Hospital para
enfermos de cáncer. En el camino osadamente le dije a Jesús: “Dame la gracia de
verte y reconocerte”.
Empezamos a llevar la comunión a los enfermos. Recuerdo
que antes de entrar a cada cuarto pensaba: “¿Eres tú?” Pero no obtenía
respuesta. Faltaba una habitación y
entramos. En ella vi a una persona completamente llagada, adolorida,
irreconocible.
Sentí en mi
interior esta dulce voz que me decía: “Soy yo”.
No lo
soporté. Tanto dolor me llegó al alma y tuve que salir. Me encontré con Jesús
en aquél enfermo y no fui capaz de abrazarlo, ni consolarlo ni sonreírle.
Le conté a
un sacerdote amigo y me dijo: “No amaste lo suficiente”. Lo miré sin comprender
y me explicó: “De haber amado un poquito más, habrías tenido fuerzas para
permanecer y mirarlo con ese amor que proviene de Dios, y darle palabras de
consuelo”.
Paso mis
días tratando de compartir estas vivencias que a menudo me sorprenden. Como
aquella vez que me fui a quejar con Él. Me paré inquieto frente al Sagrario y
exclamé: “Ayúdame”. Al segundo sentí una
mano que tocó mi hombro y escuché una voz profunda que decía: “Ayúdame”. Me volteo y tengo frente a mí a un hombre lisiado
que estaba en pie con mucha dificultad. Volvió a repetir: “Ayúdame”. Miré al
sagrario, sonreí y le dije a Jesús: “Te las sabes todas”.
Comprendí que somos sus manos y sus pies en esta tierra
y que estamos para ayudar a todo el que podamos. Olvidé mis dificultades y
atendí a este hombre que tenía más necesidades que yo.
Paso mis
días tratando de sacar adelante a mi familia,
cometiendo errores, equivocándome… y a veces, haciendo algo bien.
La verdad
ya no me preocupo por mis caídas. Lo único que nos queda es aprender y levantarnos
nuevamente.
A mi edad
he aprendido que todo se basa en confiar. Aunque cueste hay que confiar. A
pesar de todo hay que confiar. Dios nos da su gracia en la medida de nuestra confianza. Por eso nos enseña a
confiar y nos poda como el buen jardinero poda el arbusto… para robustecerlo.
Paso mis días
esperando, con la ilusión de nuevas aventuras, con mi esperanza puesta en Dios,
mi Padre, tu Padre, nuestro Padre.
Claudio de Castro
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