Había en cierto lugar un bosquecillo con arroyos de agua fresca y cristalina. La variedad de árboles era inmensa, y todos ellos buscaban crecer, ser más fuertes y llenarse de flores perfumadas en primavera, pero aunque no les preocupaba echar raíz.
Sin embargo, un laurel dijo:
- Yo prefiero gastar toda mi savia en tener una buena raíz, para crecer y ofrecer mis hojas a todos los que las necesiten.
Los otros árboles, orgullosos de su belleza y colorido, se admiraban a sí mismos y se reían del laurel, que hubo de oír en todo momento las burlas de los otros, que le decían:
- Laurel, ¿para qué quieres tener una gran raíz? Fíjate, a nosotros nos admiran por nuestra belleza, no necesitamos tener apenas raíz para tener un follaje tan abundante y colorido que merezca la alabanza de todos. ¡Deja de pensar en lo que los otros puedan necesitar, preocúpate de ti mismo!
Pero el laurel deseaba amar alos demás y siguió preocupándose de tener unas raíces fuertes.
Un día, vino un gran temporal, con lluvias y fuertes vientos que sacudió todo el bosque. Los riachuelos desbordaron y el agua inundó gran parte del terreno. En los árboles, incluso los más grandes, sopló el viento con gran fuerza y, sin que pudieran hacer nada para evitarlo, los derribó, arrancándolos y tumbándolos. En cambio, el pequeño laurel, como tenía una gran raíz y pocas ramas, simplemente perdió algunas hojas, por lo que todos comprendieron que lo que nos mantiene firmes en los momentos difíciles no son las apriencias, sino lo que está oculto en las raíces, en el corazón mismo, en el alma.
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