Un hombre quiere colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta
un martillo. El vecino tiene uno. Así pues, nuestro hombre decide
pedir al vecino que le preste el martillo. Pero le asalta una duda: "¿Qué?
¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo
distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizás la prisa no era más que un
pretexto, y el hombre abriga algo contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he
hecho nada; algo se habrá metido en la cabeza. Si alguien me pidiese
prestada alguna herramienta, yo se la dejaría enseguida. ¿Por qué no ha
de hacerlo él también? ¿Cómo puede uno negarse a hacer un favor tan
sencillo a otro? Tipos como éste le amargan a uno la vida. Y luego
todavía se imagina que dependo de él. Sólo porque tiene un martillo.
Esto ya es el colmo."
Así nuestro hombre sale precipitado a casa del
vecino, toca el timbre, se abre la puerta y, antes de que el vecino
tenga tiempo de decir: "Buenos días", nuestro hombre le grita
furioso: "¡Quédese usted con su martillo, so penco!"
(P. Watzlawick: "El arte de amargarse la vida")
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