Parece mentira que haya transcurrido otro año.
Suelo sentarme cada 31 de diciembre para meditar y reflexionar acerca de las cosas que hice y las que dejé de hacer, para pensar en los propósitos que tuve y nunca cumplí, y en los que logré realizar. Suelo hacerme propósitos sencillos que me ayuden a subir los escalones de la fe y la confianza, pero no siempre avanzo como quisiera. A mitad de año los olvido y me concentro en otros asuntos.
Basta confiar
Este año el buen Dios se encargó de mis propósitos e incluyó uno inesperado: “Confía”, me dijo. Por donde iba veía siempre la misma palabra: “Confía”. No comprendía por qué. Recuerdo que una mañana iba conduciendo hacia mi trabajo y encendí la radio. Tocaban una canción singular. El coro me atrapó: “Confía. Confía. Confía”. Decidí que confiaría a pesar de mi pobre humanidad. Confiaría porque Dios me lo pedía.
A los días se hizo evidente por qué tanta insistencia. Pasaría por un camino incierto, una pequeña cirugía de cáncer en la piel. Recuerdo que me decía, camino al hospital: “Confía. Debes confiar. Pero no en teoría. Se acabó el tiempo para la teoría. Debes confiar de verdad”. Y así fue. Salí bien de esta cirugía. Y aprendí que el buen Dios siempre nos sale al paso, cuando ve un peligro inminente. Nos protege, nos orienta y nos muestra sus caminos.
El propósito
Este año he pensado mucho en nuestra fragilidad y en cómo ofendemos al Señor. Somos como hijos desobedientes. Amamos a nuestros padres, pero esto no nos impide hacer lo que no debemos. Con Dios es igual. Sin embargo, no todo está perdido. Hay un camino nuevo esperándote. Jesús lo dijo con claridad: “Yo soy el Camino…”
Una vez un sacerdote amigo me explicó: “Santo no es el que nunca cae, sino el que siempre se levanta”. Es verdad. Lo importante es levantarse. Tener la certeza de que Dios siempre nos perdona. Es así de sencillo. Sólo hay que arrepentirse, acercarse a un confesionario, proponernos mejorar, luchar, no caer.
Pensando en estas cosas, hallé un buen propósito para este año y deseaba compartirlo. Parece una idea imposible, pero es lo que anhelo: “Custodiar mi estado de gracia. Pensar que tenemos un alma a menudo olvidada y que debo fortalecerla, nutrirla con los sacramentos”. Me decidí al leer esta bienaventuranza: "Bienaventurados los de corazón puro, porque ellos verán a Dios".
Lo intentaré. ¿Te animarías a acompañarme?
¿Cómo empezar?
Me parece que lo ideal sería con una buena confesión sacramental.
Limpiar la casa, para que Dios habite en ella, en nosotros. Recoger las cosas que hay tiradas, llevar la ropa a la lavandería, barrer y trapear los pisos una y otra vez hasta que estén relucientes. Abrir las ventanas de par en par para que entre el sol y circule el aire.
Dejar a Dios actuar
Este año quiero dejar que Dios viva en mí. Y tú: ¿quieres dejar que Dios viva en ti? Seamos un santuario para Dios. Tengamos el alma limpia. Basta querer. Dios hará lo suyo. Y nos llenará con su gracia.
Cierto santo nos dio una receta maravillosa para sostenernos: “Amigo, la mirada en el suelo, el corazón en el cielo y en la mano… el santo Rosario”.
En este año que inicia, no temas. Dios está contigo.
Claudio de Castro
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