Había una vez una región en la que todo germinaba. Cualquier objeto era una semilla y, por lo tanto, podía dar plantas y frutos. No siempre fueron así las cosas: al principio de los iempos, allí, como aquí, si sembrabas lechugas, recogías simple y llanamente lechugas. Pero al cado de varios milenios de evolución y debido a extrañas causas, el modo de reprouducción habitual en las plantas se extendió al resto de cosas. Desde entonces bastaba con enterrar a la profundidad conveniente, pongamos por caso, una moneda, para que apareciera en su lugar, al cabo de un tiempo, espléndido y florido, un árbol con sus ramas rebosantes de billetes.
Los pobladores de este país comenzaron a aficionarse en masa a la jardinería. La mayoría se dedicaron al cultivo de monedas, anillos o tenedores de plata a fin de cosechar un buen surtido de billets, joyas y cuberterías con que llenar sus arcas de riquezas. Los más emprendedores, sin embargo, no se conformaron con estas plantaciones e incluyeron en sus planes agrícolas otros tipos de productos: uno regaba una longaniza hasta cnseguir que colgaran de su árbol hasta una docena de cerdos gruñidores y con vértigo; otro cuidaba un tiestop de petardos, convencido de obtener en primavera un cesto de cañones... Comenzaron a proliferar bosques absurdos donde se mezclaban arbustos crgados de calcetines con ramajes frondosos de tuercas y tornillos. Entre invernaderos, jardines, parques y extensiones cultivadas prácticamente no había un pedacito de suelo en el que no hubiera clavado firmemente su tallo aquella naturaleza tan poco natural: árboles de frigoríficos y ropa de marca, árboles de botellas de vino y tablas de surf, árboles de teléfonos móviles y cartones de tabaco, árboles de tubos fluorescentes y balones de fútbol, árboles y más árboles...: tod un planeta repoblado con aquellos productores de objetos sin sentido.
Los años de fecundidad se sucedieron. No obstante, los hombres y mujeres fueron cayendo en un profundo aburrimiento, en una ansiedad incurable, en una envidia feroz. Cuanto más producían sus hectáreas, más querían. Y lo peor, cuanto más crecía su riqueza, más se hundían ellos en el más estéril de los vacíos. Estaban tan pendientes de sus cultivos que se olvidaron de vivir: mucho vergel, mucha riqueza por fera, pero un gran desierto por dentro...
Un buen día, dos de aquellos agricultores levantaron la vista de la zanja a la que estaban condenados y se apartarn de azada. De forma inesperada se dirigieron una sonrisa por primera vez en muchos años. Algo invisible comenzó a brotar en su interior. Enfrete de ellos, otras dos personas reían alborozadas mientras derribaban a hachazos un enorme tronco cuyo ramaje se doblaba bajo el peso de innumerables auomóviles último modelo. También en su conciencia comenzó a echar raíces un humilde bulbo... A lo largo y ancho del territorio, las personas intercambiaban miradas, abrazos, sacrificios, actos de entrega, palabras de aliento..., al mismo tiempo que arrancaban de lo más hondo del mundo toda aquella selva de innecesarias necesidades.
Desde aquel día en todos fue creciendo, pausadamente, al compás de los árboles talados, una semilla: la valiosa, la única, la verdadera semilla.
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