Desde muy pequeño, siempre fue un
misterio para mí eso de que nuestras madres tuviesen la
satisfacción de servirse la cabeza y el espinazo del pescado
o el trozo del bizcocho que había salido ennegrecido del
horno… ¡Qué suerte que, casualmente, a ellas les gustase todo
lo que era despreciado por nosotros! ¡Qué suerte que nuestras
madres no se pusiesen nunca enfermas y no necesitasen permanecer
en cama, como con tanta frecuencia nos ocurría a nosotros!
A nada que uno fuese un poco observador y que tuviera un mínimo de sensibilidad, terminaba por descubrir que allí había truco, y que tanta armonía familiar no podía ser casual. Claro que, siempre habrá algunos que, a pesar su mayoría de edad, sigan llamando “suerte” y considerando como “un derecho”, todo aquello que no es sino producto de un amor gratuito e inmerecido hacia ellos.
Estos últimos suelen pensar que sus padres les mintieron con la magia de los Reyes Magos. Su insensibilidad y dureza de corazón les impide entender que los Reyes son verdad. Están lejos de comprender que la bondad auténtica no se publicita, sino que gusta de permanecer oculta, conforme al ideal que nos propuso el mismo Jesucristo: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” (Mt. 6, 1-4).
En contra de lo que suele afirmarse, la magia del día de Reyes está más en los padres que en los niños. El milagro del amor, que cada 6 de enero visualizamos de forma muy particular, consiste en hacer el bien permaneciendo en la sombra. Esa es exactamente la clave y la razón de ser de San José en el misterio de Belén y de Nazaret, dicho sea de paso.
Tengo un amigo que suele decir que, para que una familia “funcione”, hace falta que haya en ella, por lo menos, un “tonto”. Pero, para que la familia “sea feliz”, es necesario que haya tantos “tontos”, como miembros. Lo que mi amigo entiende por “tonto”, es bastante evidente: aquel que sirve a los demás, olvidándose de sí mismo; aquel cuya felicidad consiste en hacer felices a los demás…
Las aplicaciones prácticas de este principio de salud familiar para la vida matrimonial, son y deberían ser muchas y muy concretas. De sobra sabemos que cuando la propia comodidad y el egoísmo se convierten en motor de la existencia, la supervivencia del matrimonio está en grave peligro. De poco servirán en esas circunstancias, los planteamientos reivindicativos del reparto de tareas domésticas u otros discursos similares.
La salud del matrimonio y de la familia no puede basarse en un consenso de mínimos, que no dejará de esconder un pacto de egoísmos. La magia del matrimonio es la misma que la magia de los Reyes Magos. Frente a quienes buscan su felicidad mirándose al ombligo, atrapados por una esclavitud egocéntrica, los esposos realizan el ideal de las palabras evangélicas: “El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mc. 10, 39).
Sin embargo, es un hecho que, suele resultar más fácil poner en práctica este principio espiritual de entrega y de olvido de uno mismo, con los propios hijos, que dentro del matrimonio. ¿Quién no ha escuchado expresiones del tenor de “A mi marido lo encontré en la calle, pero mi hijos han salido de mis entrañas”? El amor hacia los hijos es más instintivo que el amor esponsal. De lo cual se deduce que, es más fácil hacer de Rey Mago con los hijos que con la esposa o el esposo. Sin embargo, difícilmente nuestros padres podrían ejercer coherentemente con nosotros de Melchor, Gaspar y Baltasar; si previamente y, al mismo tiempo, no fueran el uno para el otro: María para José, y José para María. Su regalo para nosotros está fundamentado en el regalo mutuo de sus vidas.
¡Lo hemos visto en tantos episodios de la vida familiar! ¡Lo estamos comprobando en tantas obras de caridad, en el seno de la Iglesia! ¡Lo percibimos en nuestra sociedad, en tantos testimonios públicos y, sobre todo, anónimos…! Sí, es cierto, no lo dudes…, ¡los Reyes Magos existen!
A nada que uno fuese un poco observador y que tuviera un mínimo de sensibilidad, terminaba por descubrir que allí había truco, y que tanta armonía familiar no podía ser casual. Claro que, siempre habrá algunos que, a pesar su mayoría de edad, sigan llamando “suerte” y considerando como “un derecho”, todo aquello que no es sino producto de un amor gratuito e inmerecido hacia ellos.
Estos últimos suelen pensar que sus padres les mintieron con la magia de los Reyes Magos. Su insensibilidad y dureza de corazón les impide entender que los Reyes son verdad. Están lejos de comprender que la bondad auténtica no se publicita, sino que gusta de permanecer oculta, conforme al ideal que nos propuso el mismo Jesucristo: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará.” (Mt. 6, 1-4).
En contra de lo que suele afirmarse, la magia del día de Reyes está más en los padres que en los niños. El milagro del amor, que cada 6 de enero visualizamos de forma muy particular, consiste en hacer el bien permaneciendo en la sombra. Esa es exactamente la clave y la razón de ser de San José en el misterio de Belén y de Nazaret, dicho sea de paso.
Tengo un amigo que suele decir que, para que una familia “funcione”, hace falta que haya en ella, por lo menos, un “tonto”. Pero, para que la familia “sea feliz”, es necesario que haya tantos “tontos”, como miembros. Lo que mi amigo entiende por “tonto”, es bastante evidente: aquel que sirve a los demás, olvidándose de sí mismo; aquel cuya felicidad consiste en hacer felices a los demás…
Las aplicaciones prácticas de este principio de salud familiar para la vida matrimonial, son y deberían ser muchas y muy concretas. De sobra sabemos que cuando la propia comodidad y el egoísmo se convierten en motor de la existencia, la supervivencia del matrimonio está en grave peligro. De poco servirán en esas circunstancias, los planteamientos reivindicativos del reparto de tareas domésticas u otros discursos similares.
La salud del matrimonio y de la familia no puede basarse en un consenso de mínimos, que no dejará de esconder un pacto de egoísmos. La magia del matrimonio es la misma que la magia de los Reyes Magos. Frente a quienes buscan su felicidad mirándose al ombligo, atrapados por una esclavitud egocéntrica, los esposos realizan el ideal de las palabras evangélicas: “El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mc. 10, 39).
Sin embargo, es un hecho que, suele resultar más fácil poner en práctica este principio espiritual de entrega y de olvido de uno mismo, con los propios hijos, que dentro del matrimonio. ¿Quién no ha escuchado expresiones del tenor de “A mi marido lo encontré en la calle, pero mi hijos han salido de mis entrañas”? El amor hacia los hijos es más instintivo que el amor esponsal. De lo cual se deduce que, es más fácil hacer de Rey Mago con los hijos que con la esposa o el esposo. Sin embargo, difícilmente nuestros padres podrían ejercer coherentemente con nosotros de Melchor, Gaspar y Baltasar; si previamente y, al mismo tiempo, no fueran el uno para el otro: María para José, y José para María. Su regalo para nosotros está fundamentado en el regalo mutuo de sus vidas.
¡Lo hemos visto en tantos episodios de la vida familiar! ¡Lo estamos comprobando en tantas obras de caridad, en el seno de la Iglesia! ¡Lo percibimos en nuestra sociedad, en tantos testimonios públicos y, sobre todo, anónimos…! Sí, es cierto, no lo dudes…, ¡los Reyes Magos existen!
Monseñor José Ignacio Munilla, obispo de San Sebastián (España)
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