Cuentan que un alpinista, desesperado por conquistar la más alta montaña, inició su travesía, después de años de preparación, pero quería la gloria para él sólo, por lo tanto subió sin compañeros. Empezó a subir y se le fue haciendo tarde. Decidido a conquistar lo antes posible la cima, no acampó, sino que continuó escalando.
La noche cayó con gran pesadez y la visibilidad disminuyó hasta que todo se volvió completamente negro. El escalador, no obstante, continuó en su empeño por alcanzar la cima. En un determinado momento, resbaló en un saliente nevado de la roca y comenzó a caer. Afortunadamente, había clavado estacas de seguridad mientras subía, por lo que al cabo de unos horribles momentos de caída en el vacío, sintió un tirón fuerte y quedó colgado de una gruesa soga. Todo quedó en silencio. En ese terrible momento, no pudo sino gritar:
-¡Dios mío, ayúdame! ¡Ayúdame! ¡¡Por favor, sálvame!!
Una voz grave y profunda surgió del cielo:
-¿Realmente crees que te pueda salvar?
-¡Sí, Dios mío!
-¿Realmente crees que te pueda salvar?
-¡Sí, Dios mío!
-Entonces, ¡corta la cuerda!
Hubo un momento de quietud y silencio. El hombre reflexionó un instante y se aferró más a la cuerda.
Al cabo de dos días, un equipo de rescate encontró muerto al alpinista. Estaba congelado, agarrado con ambas manos a la cuerda... a dos metros del suelo.
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